Al final, mi abuelo ya no podía hablar. El cáncer se había extendido a la laringe, y en vez de palabras emitía el soplido hueco de un saxofón roto. Yo tenía cuatro años y vivía en otra ciudad, pero me llevaron a visitarlo en sus últimos meses. Mientras mi papá y mis tíos lo cuidaban, yo me sentaba lejos a tener miedo. Él pasaba las tardes en la sala, adormilado, mirando la calle, indiferente a la diligencia de quienes estaban dentro. Y aunque el olor a enfermedad me arrinconaba, siempre buscaba un lugar en la casa desde donde pudiera verlo. Solo una vez se fijó en mí. La escena es opaca en mi memoria: yo estaba en el comedor con María Padilla, la cocinera, y de pronto le dije una palabra que la ensombreció, una palabra que todavía hoy no entiendo de dónde vino. La señalé y en voz alta le dije ‘perra’. No recuerdo si lo dije con rabia y por ofender, o si estaba imitando lo que escuché en otra parte; lo que sí recuerdo es que mi abuelo, a solo unos metros, se descompuso. Intentó levantarse de la mecedora, hizo un ruido extraño que se le apagó en el pecho y me fulminó con un gesto. Es el único recuerdo que tengo de nuestra relación.
Mi abuelo murió en noviembre del 93, un par de semanas antes de mi quinto cumpleaños. Nosotros estábamos en Medellín y mi papá viajó al funeral en Cartagena. Esa noche –la de mi primera muerte–, apareció una pregunta que se volvió obsesiva en mi niñez. ¿Sabía mi abuelo cuántas palabras le quedaban por pronunciar antes de enmudecer? Y el reflejo fue inevitable: ¿cuántas palabras me quedan a mí?
Supongo que esas preguntas fueron un despliegue de culpa: malgasté una palabra frente a quien ya no tenía. Pero al margen de eso, todavía me interesa la metáfora del lenguaje como un pozo que se seca o un costal que inevitablemente se vacía. ¿Cómo sería un mundo en el que uno supiera el número finito de palabras que le es dado pronunciar? Si yo supiera que me quedan 412 mil, ¿cómo dispondría de ellas? Para algunos, esa consciencia sería responsabilidad; para otros, derroche. En cualquier caso, y lo que más me interesa, es qué relación con la muerte tendríamos en ese mundo: ¿qué pasaría si, al saber que me quedan pocas palabras, me rebelara y decidiera no pronunciarlas?
En 2008 creé un blog en el que publicaba cuentos cortos y poemas malos. Era un blog casi secreto: me daba vergüenza promocionar lo que, a mi juicio, era simple entrenamiento. En mi lógica, hasta que no escribiera algo que estuviera a la altura de los escritores que admiraba, era una necedad llamar la atención. Pero aún así publicaba. El blog no duró mucho, a los dos años lo abandoné. Igual seguí escribiendo y publiqué en varias revistas y periódicos, hasta que un día caí definitivamente en mi trampa y declaré que no valía la pena tanto esfuerzo, que no tenía el talento para ser el escritor que quería ser y, sin aspavientos, dejé de escribir. Solo hace poco, casi una década después, entendí lo dolorosa que fue esa decisión.
Renunciar a la escritura fue renunciar a la consciencia que despuntó observando a mi abuelo. Las palabras son puentes al silencio, sí, pero no necesariamente al de la lápida, como creía cuando era niño. También pueden serlo hacia ese silencio donde todo reposa y vuelve a empezar, donde cualquiera puede transformarse. Quien escribe aquí ya no es quien escribe acá. La vida ocurre mientras se va, y una forma de compensar ese duelo es salvar las coordenadas de nuestro tránsito al abismo. Escribir es ceder el propio tiempo y decir “esto que fui, ahora lo puedes ser tú”. Leer a otro es vivirlo en su ausencia. ¿No es esa una forma de amor? ¿No es esa la verdadera victoria sobre la muerte?
Hace poco vi La cueva de los sueños olvidados, de Werner Herzog. El documental se produjo en la cueva de Chauvet, descubierta en Francia en 1994, en donde están intactas algunas de las pinturas rupestres más antiguas. Hay representaciones de osos, de rinocerontes, de leonas, de un bisonte con una mujer, de caballos en estampida. Varias expertas describen los hallazgos y sugieren posibles lecturas, pero lo que hace gloriosa a la película es que nos comunica con los humanos que hace 30 mil años se imaginaron a sí mismos sobre esas paredes. Herzog consigue una hermandad entre mundos aparentemente lejanos, y es conmovedor sentir que quienes dibujaron esos animales habían prefigurado el momento en que te encontrarías con ellos. Que tu mirada es lo que esperaban para concretar su eternidad. Después de verla, no escribir –no expresarse– se siente como cortar la cadena que empezó hace tanto. Y hacerlo se vuelve una forma de cuidar la sensibilidad y el conocimiento que nos hace humanos.
Yo no sé cuántas palabras me quedan, pero agradezco estas y te agradezco a ti por leerlas. Afueradentro va a ser eso: mi espacio para mirar con cuidado, para atender lo que quizás se me escaparía si no tuviera un pretexto para escribir. Un ejercicio de presencia en medio del ruido. Gracias por estar ahí.
Antes de terminar
Estoy obsesionado con este álbum:
Promises, de Floating Points, Pharoah Sanders y LSO.
Contemporáneo y atemporal, para escuchar ahora o en la cueva. Ojalá te guste.
Y esto es lo que estoy leyendo cuando Aviva se duerme:
Braiding Sweetgrass - Robin Wall Kimmerer
“Si las plantas nos cuidan, entonces tenemos que conocerlas para aprender a cuidarlas”, es una de las premisas centrales de este libro. Su autora, indígena norteamericana y botánica de profesión, conecta el conocimiento tradicional de sus ancestros con la ciencia contemporánea. Es precioso y transforma la manera de entender nuestro lugar en el mundo. Capitán Swing lo tradujo al español hace poco.Las máscaras de dios IV. Mitología creativa - Joseph Campbell
Los mitos que definen nuestra visión de la realidad ya no son dictados por élites o instituciones. Son individuos –desde el arte, desde la ciencia– quienes están creando nuevas cosmogonías. Campbell dedica el último tomo de su serie icónica a estudiar los orígenes de ese quiebre en la historia, y las maneras en que la creatividad individual está transformando la realidad compartida.Teoría de la gravedad - Leila Guerriero
Durante años, Guerriero ha publicado unas columnas corticas en El País. Son dosis concentradas de atención y poesía, que ahora se recopilaron en este libro. Cada texto es un fogonazo que ilumina las maneras de sentir de una de mis escritoras favoritas en español. Creo que esta frase conecta bien con lo que escribí antes: “No es verdad que todo permanezca dentro de nosotros. Hay cosas que se pierden para siempre. Hay, en el coraje de saberlo, una belleza helada. Aunque hunda un dedo en tu corazón y te lo rompa en pedazos”.Y a propósito de no saber las palabras que nos quedan, escucha este poema de Borges que me recordó mi amigo Nicolás Alonso.
¿Qué estás escuchando o leyendo por estos días? Recibo recomendaciones.
Gracias de nuevo por ser parte de esta lista. Pronto volveré a contar una muy buena noticia.
Jorge
Te felicito y te animo a que sigas escribiendo, pues tus palabras nos compañan y hacen que vivamos experiencias nuevas o recordemos vivencias propias. Por ejemplo mi hizo recordar cuando acompañe a mi padre su ultima noche vivo y como no sabia que era su ultima noche le hable muy poquito para no cansarlo, me quedo faltando hablarle tantas palabras. Gracias con cariño Emerson Erazo.
Wow. Tremendo. Te quiero. Gracias por escribir❤️