I don’t know what’s wrong, so wrong with me.
I want you to check my machine.
San Pablo
Estoy cansado de estas hijueputas moscas. Nos tienen infestados desde que dejó de llover y cada vez son más, como una espuma negra que brota y brota del aire. Están donde uno mire. Están donde uno está. Justo ahora hay una en la esquina de mi pantalla frotándose esas patas de mierda como si nada, y eso que acabo de aplastar como doce en la cocina con un matamoscas chino que está deshaciéndose de tanto juete. Al comienzo hacía lo posible por no matarlas, me daba asco esa gota espesa de sangre y tripa que les revienta con el golpe. Entonces abría la ventana y trataba de arriarlas como un imbécil para que salieran y fueran libres. Ay, sí, mosquitas en campo abierto, mosquitas que merecen vivir. Uno si es muy guevón. Mientras yo trataba de sacarlas por las buenas, ellas aprovecharon para pichar y llenarnos de huevos y en cuestión de días se volvieron un nubarrón con mil ojos zumbando en todas partes. Ya no podemos almorzar sin que se tiren como kamikazes al plato; copulan en el espejo del baño; despiertan al bebé de la siesta tratando de chuparle las babas; hace un mes se murió la gata debajo de la pozeta y antes de que dejara de respirar ya se le amontonaban en las orejas. Escribo esto y cada dos minutos me interrumpen con su ruidito de cables a punto de hacer corto, vienen y se me paran en los dedos, en el marco de las gafas, en los crespos. Es una gonorrea. No hay forma de vivir dignamente con esta peste.
Al comienzo se me volaban todas cuando las cazaba –humillante–, pero la práctica me ha hecho letal. Una parte de mí dice ey tiene que haber otra forma de resolver esto, cualquier pensamiento violento es violencia contra ti mismo, la divinidad se expresa en este ser, ahimsa, ahimsa, pero ¡zas!, callo esa voz con un latigazo de matamoscas y gozo con el placer perverso de verla caer boca arriba moviendo desesperada sus paticas en el aire, por favor no me mates, no tengo forma de hacerte daño, nadie quiso nacer mosca, misericordia, y entonces con más ganas termino de aplastarla con la punta del zapato, más disfruto el crujido delicioso entre el piso y mi pie, el sonido victorioso de no me vas a joder nunca más, malparida. Llevo un mes así, haciendo el tour de la parca por toda la casa, tomándolas por sorpresa cuando duermen en grupitos en el techo de la cocina, acorralándolas en la vidriera del estudio y estripándolas con lo que tenga a la mano –la cuenta de los servicios, el micrófono, una estampita de Jesús–, fulminándolas con papirotazos en los espejos, transformando mi inquina en cadáveres diminutos sobre el suelo que luego pateo hacia los zócalos para que no estorben. Entre más mato, mejor es mi día. Solo que sigo sin recuperar mi casa, y no sé en qué va a parar esta obsesión asesina.
Investigando al enemigo leí que una sola mosca pone alrededor de 150 huevos cada diez días hasta su muerte (viven entre tres y ocho semanas, si uno las deja). “De sobrevivir toda la progenie de una mosca, y aunque esta hiciera una postura en vez de tres o cuatro, llegaría a más de 5 trillones en una estación, las cuales, colocadas cola a cola, darían centenares de veces la vuelta al mundo”, dice un artículo contra la mosca doméstica publicado por la Organización Panamericana de la Salud en 1942, cuando no había que ser políticamente correcto y podían llamar a ese ser como lo que es, “un ser asqueroso”. Me sentí validado, pero también me desmotivó: “Es mejor combatir las larvas que los insectos alados, sin olvidar nunca que en tanto que existan criaderos, es inútil implantar medidas destructoras de otro género”. O sea, estoy perdiendo el tiempo. Mi destrucción empezó tarde. No tengo ni puta idea de dónde están poniendo huevos, y aunque hoy mate a toditas todas, igual mañana aparecerán más. Bacano. La verdad no sé qué voy a hacer. En serio, qué voy a hacer con esta rabia que solo distraigo matando. ¿Por qué tengo tanta hijueputa rabia?
Esta no es la primera temporada que hay moscas en la casa, pero no recuerdo haber respondido antes con tanta saña. En la casa también hay chapolas, hay hormigas, de vez en cuando se meten escorpiones y cucarrones, y la verdad es que me son indiferentes. Pero las moscas… con su vuelo caótico, su zumbido ansioso, su darse tumbos por horas contra la ventana, su impertinencia (y omnipresencia), su agilidad para llenar el espacio… engendros comemierda. Es que las odio, y no solo porque son lo que son sino porque, claro, me emputa reconocerme en ellas, darme cuenta de que son un espejo, de que tampoco me aguanto mi propia mente, mis pensamientos desordenados, mi distracción, mi inquietud, la sensación de que ahí nomás está la libertad pero se me pasa la vida como una güeva dándome contra el vidrio sin entender qué pasa. ¿Y entonces? No sé. Matamoscas para el pensamiento no hay. O puede haber, pero para qué si igual voy a seguir pensando.
Hay una anécdota en Autobiografía de un Yogui que viene al caso, aunque vaya pues póngala en práctica. Estaba Yogananda escuchando feliz a su maestro una tarde, pero los mosquitos andaban alborotados y no lo dejaban concentrar del todo. De pronto, un zancudo se le posó en el muslo y tan, lo picó, entonces Yogananda levantó su mano y estaba a punto de aplastarlo cuando se arrepintió porque claro, yoga, no violencia, qué irá a decir el cucho, etc. Su maestro, Sri Yukteswar, observó la escena y le preguntó por qué no terminaba lo que había empezado. Y Yogananda, confundido, respondió: “¡Maestro! ¿Aboga usted por quitar la vida?”. “No, pero en tu mente ya has dado el golpe mortal”. Y entonces le explicó que el principio de ahimsa no consiste en “no matar”, a veces toca, sino en “suprimir el deseo de matar”. Si hay que matar, dijo el maestro, que sea sin ira, sin animosidad. (Acabo de matar una en el escritorio: un papirotazo super sereno).
Entiendo el punto de Yukteswar, pero eso de matar sin deseo me parece como medio psicópata, ¿no? Puro personaje de Tarantino. Al menos cuando uno mata con ganas le está dando a la mosca algo de reconocimiento antes de graduarla: existes, ya no. Pero bueno, su lección va más allá del estilo, lo que en realidad está diciendo es que el deseo de matar nunca va dirigido contra algo externo: las coordenadas de lo que se quiere aniquilar siempre están dentro de quien aniquila. Y mientras uno no sea consciente de eso va a seguir ofuscado por su ignorancia, va a quedarse en el bucle de me hago daño, sufro, y entonces me hago daño, ad infinitum. Pero, ay, venga maestro viva acá en esta mata de moscas a ver si no le dan ganas de encenderlas a todas a rejo.
Claramente no estoy en la consciencia que señala Yukteswar, aunque sí me da curiosidad su postura. No querer matar… ¿en serio se puede? Porque mi anhelo asesino, mi rabia oscura, no está dirigida exclusivamente a las moscas. Hoy son ellas, pero más tarde será contra el malparido que me pita sin necesidad en el intercambio, o contra el ejército que masacra niños desde hace cien días, contra las dos mil estupideces por minuto que me roban atención en Instagram, contra mi propia historia, contra este dolor que no se va.
¿Será que sí se puede? ¿Se puede transformar la rabia antes de que se convierta en ganas de acabar con toda esta mierda? ¿Qué forma tendría? La verdad no sé. Suena difícil, pero no tanto como para descartar el experimento. Ahimsa. Ahimsa…
Acabo de mirar la ventana junto al computador y hay pegados a ella un montón de huevos diminutos, esferas amarillas que se ven hasta bonitas en la luz de esta tarde. Los voy a dejar ahí a ver qué sale. De pronto son de mosca. Seguro son de mosca. ¿Nos dejo ser?
Moscas en el podcast
Hace unos días conversé con mi amigo Esteban sobre las paradojas y dificultades de ahimsa en Yogaverso, el podcast menos pretensioso del mundo yogui. Por acá les dejo el ep.
Gracias por leer, la semana entrante vuelvo con una nueva conversación de afueradentro.
Abrazos.
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