Belleza tocar la herida
Nunca me había sentido bello. Nunca. Pero algo cambió en el retiro de ayahuasca que hice en junio. Crónica corta de un ejercicio físico/espiritual que apenas estoy asimilando.
En la noche de la tercera ceremonia entendí. Entendí de dónde viene esa tristeza que me ronda desde niño, este dolor que llamo mío aunque no he hecho sino huir de él.
Yo estaba bocarriba en la maloca, las manos cruzadas en el pecho como una momia, a oscuras, escuchando las olas y las chicharras, inhalando y exhalando solo lo necesario, quieto, quieto, quieto mientras acechaba mi herida, mientras atravesaba las mil y un barreras que he levantado para esconderla. Y de repente, sin esperarlo, la vi. O no, no la vi, la sentí, porque fue una verdad que se reveló en todo el cuerpo. Empezó con una frase: “Nunca me he sentido bello. Nunca me he sentido bello. Nunca. Llevo una vida compitiendo por reconocimiento, exhausto en la apariencia, y nada es suficiente porque en el fondo me siento inapropiado, me tengo lástima, me desprecio”. Auch.
Esa voz era solo el umbral. La ayahuasca da una claridad difícil de articular verbalmente, pero digamos que el cuerpo se vuelve un territorio familiar, íntimo, y uno sabe cuándo llegó al lugar donde se guarda la información que necesita –cuándo encontró el tesoro–, o cuando está apenas rondándolo. Hasta ese momento, yo solo estaba dando vueltas. El retiro había empezado cuatro noches antes –esta era la penúltima–, y en ninguna de las dos tomas previas había entendido por qué estaba tan triste, por qué llevaba una vida entera sin ser capaz de nombrar mi herida.
¿Desde cuándo? ¿Desde cuándo no me siento bello?, me pregunté.
Y regresé a la infancia.
Yo era un niño fuerte, salvaje, irreverente. Mi forma de conocer el mundo era tratando de ponerlo patas arriba, cuestionando todo, retando a los demás, provocando. Pero esos rasgos alarmaron a mi papá. Él ya había sufrido en su infancia el costo de no encajar, de ser el foco de los problemas, y supongo que para evitar que repitiera su historia se empeñó en domesticarme. Hizo todo lo que pudo –sobra detallar el cómo– para que me pusiera la máscara del niño bueno, me peinara de lado, me metiera la camisa por dentro, me cuidara de malas palabras, sacara las mejores notas, respetara la autoridad. Pero era inútil, como disfrazar un águila de paloma: cuando me alejaba de él, cuando no me sentía vigilado, me sacudía la máscara, casi siempre con rabia. Recuerdo que a los cuatro años, recién mudados a una casa nueva, me dio por salir a cagar en el andén, junto a la puerta, y cuando pasaba algún vecino lo miraba feo a ver si se atrevía a decir algo: ahí dejé mi bollito como victoria. Por esa misma época me regalaron un escritorio de pino para hacer tareas, y lo primero que hice cuando me dejaron solo fue coger un marcador indeleble y escribir “puta” sobre la madera. Al rato me asusté y, antes de que otros la vieran, transformé la palabra en “compota” (¿qué dirán los psicoanalistas?).
Era terrible porque tenía que elegir entre el reconocimiento de mi papá o entre mi libertad. ¿Y uno a esa edad qué hace? Yo me dividí: cuando estaba con él me acomodaba a lo que esperaba de mí, aunque a escondidas seguía lo que me pedía el espíritu. Y sobre esa fractura –ser y parecer– construí mi identidad. El problema, y esto es lo que comprendí esa tercera noche de ayahuasca, es que en el fondo me identifiqué con el juicio que inferí de mi padre: “no eres bello, pero si sigues mis órdenes puedes parecerlo”. No merezco amor por lo que soy, entonces me toca compensar haciendo. Daddy issues 101.
“¡Papi, mira! ¡Papi, mira!,” me grita mi hija mientras escribo esto. Tiene cuatro años y está aprendiendo a saltar llevando las rodillas al pecho cuando está en el aire. Yo le sonrío y la felicito, y detrás de ella veo al niño que fui: ¡Papi, mira!… De verdad, mira. ¿Me puedes mirar sin miedo? ¿Sin querer que sea otro? Sé que ahora lo haces, y lo agradezco. Aunque un niño todavía llora en mí.
En fin. Lo que pasó en el retiro fue maravilloso. No por haber descubierto esa fuente de dolor, sino por lo que provocó. Pude ver los conflictos recurrentes en mi vida con otra luz. Entendí por qué suelo responder así a la autoridad, por qué soy tan hermético y receloso con quienes más amo, por qué los bloqueos creativos, por qué el miedo a brillar. Pero pasé rápido del pico de dopamina de la revelación a una suerte de fastidio y cansancio. Ok. Entendí. ¿Pero de qué me sirve? Yo he entendido muchas cosas en casi quince años de terapia, y el mierdero sigue ahí. No vine a tomar ayahuasca para entender, pensé con rabia, yo vine a resolver, a limpiar. Entonces levanté la mano y llamé a Pío, el chamán slash terapeuta slash maestro de ceremonias.
Me senté en la colchoneta y Pío se hizo en cuclillas a mi lado. Le conté todo lo que acabo de contar, y sin mucha esperanza le pregunté: ¿De qué me sirve saber? ¿Qué hago con esto? Y su respuesta llegó clara y súbita. Me miró a los ojos y dijo:
–Vas a acostarte, Jorge. Vas a acostarte y vas a tocar todo tu cuerpo con las manos, así como un ciego toca una escultura, lento y por partes. Llevas una vida ciego de ti mismo. Vas a tocarte y no solo te vas a preguntar qué es eso que exploran tus manos, cuál es la forma que “ves” con ellas, sino que vas a ir más allá. Mientras tocas esa escultura vas a preguntarte qué quiso expresar con ella quien la hizo, qué quiso comunicar quien la creó.
Lo dijo así, sin titubear, con una dulzura, una seguridad y una sabiduría que me desarmaron. Me puso una mano en el hombro, me sonrío y se levantó. “Sigue trabajando, lo estás haciendo bien”, dijo antes de desaparecer.
Tocarme. Como un ciego a una escultura. Preguntarme qué expresa el artista… Fue como un encantamiento. Sentí que sí. Era todo un sí. Quiero hacerlo. Quiero conocerme. Quiero responder esa pregunta con las manos. Seguro me voy a tardar meses, años, haciendo este ejercicio, pensé. Me imaginé tocándome todas las noches antes de acostarme, con la torpeza con la que uno busca el suiche de la luz en una habitación oscura y que desconoce. “Qué ridículo, ¿en serio crees que vas a conocerte así?”, habló mi juez, el de siempre, pero no me importó. Empecé. Empecé ahí mismo a tocarme, sin esperar respuestas rápidas, sin acelerar el proceso. Y por suerte no tuve que esperar meses: así como esa noche entendí la raíz de mi dolor, entendí también su medicina.
Me concentré en las manos y en los sonidos de la noche: el mar vecino, un murciélago que pasaba ocasionalmente y dejaba su eco diminuto, un trueno puliendo la sierra, el viento en el almendro gigante, una gata en celo, Pío silbando una melodía del desierto, una melodía que recogió las ruinas de un corazón de arena y las transformó en animal, danza, reino.
Todo lo que podía sentirse ocupaba un lugar en mi cuerpo, todo encontraba el espacio preciso para existir conmigo y seguir cambiando.
Estar presente es una manera de orar, de permitir que la tierra se reconozca en uno, de encontrarse con otros seres y aprender juntos formas nuevas de sentir. En la oración de ese momento, esa oración de manos y oídos, supe cuál era “la intención del artista”. Nada grandilocuente, nada sobrenatural. La intención, para mí (y en ese momento) fue clara y simple: ofrecer más belleza al mundo.
Esa noche la tierra le habló a mi herida: si no reconoces tu belleza, mírame a mí, siénteme a mí. Haz presencia y sana.
Y ahí voy. Aunque quisiera, el retiro no cambia la vida en un chasquido. Una semana y cuatro tomas de ayahuasca después, regresé al día a día y me encontré con el desafío real de poner en práctica lo que aprendí. No ha sido fácil, como conté en un correo reciente. No es fácil detener la inercia de una vida, cambiar hábitos y patrones para que el espíritu florezca. Pero al menos hay un referente, hay una guía. ¿Qué tengo que aprender, qué tengo que dejar morir, para reconocerme, para apreciar la belleza que es y que soy? Hay un libro que me ha acompañado en estos días a explorar esa pregunta.
Durante el retiro empecé a releer la Odisea. La he leído varias veces, pero esta fue especial. Es, entre otras cosas, un relato íntimo de ser padre y de ser hijo, de las metamorfosis necesarias para reencontrar esos arquetipos cuando están escindidos. Cuando Odiseo regresa a Itaca después de veinte años, llega como un mendigo a hospedarse donde su porquero. Y es ahí, entre los cerdos, donde se reencuentra con Telémaco, su hijo, que también acaba de volver de otro viaje peligroso. Al comienzo, Telémaco no lo reconoce –Odiseo interpreta impecable el personaje de mendigo, ese que vive de la lástima ajena–, pero, apenas se quedan solos, Atenea le devuelve a Odiseo su apariencia original, su belleza, para que se revele a su hijo. Es una escena conmovedora:
Su hijo se asombró al verlo y volvió la vista a otro lado, no fuera un dios. […].
–Forastero, ahora me pareces distinto de antes, tienes otros vestidos y tu piel no es la misma. En verdad eres un dios de los que poseen el vasto Olimpo […], dijo Telémaco.
Y Odiseo le respondió:
“No soy un dios –¿por qué me comparas con los inmortales– sino tu padre […].
Así hablando besó a su hijo y dejó que el llanto cayera a tierra de sus mejillas, pues antes lo estaba conteniendo, siempre inconmovible.
No soy un dios, sino tu padre, es lo primero que le dice Odiseo como Odiseo a su hijo. Y creo que esas palabras le hablan al oído al proceso que estoy viviendo. Me podría quedar toda la vida culpando de mis defectos a mi papá o al patriarcado: es fácil, es “cómodo”. Pero no cambiaría nada. Es más desafiante hacerse responsables, convertirnos en padres de nosotros mismos, en padres que aspiran a la belleza divina, que hacen lo humanamente posible por encarnarla. Y, al mismo tiempo, ser conscientes de que no somos dioses, de que estamos hechos de carne y sombra, pero que asumimos la aventura de conocernos y permitir que lo eterno destelle en nosotros. Creo que elevar ese arquetipo del padre, ese arquetipo tan maltratado en nuestra cultura, es uno de los regalos más grandes que podemos darnos y dar a la tierra hoy.
Esa noche reconocí la belleza en mí, reconocí la belleza en mi papá, en mi hermano, en mis amigos. Sé que mi herida es común entre los hombres que conozco. Ojalá este relato sirva para recordar que junto a uno de los dolores más hondos, ese de no ser vistos y reconocidos (o sea, de no vernos y reconocernos), también están las pistas para sanar y reencontrarnos.
Gracias por leer y estar ahí.
Jorge
Tres invitaciones
Bebé #3 está ahí nomás. El parto empieza en cualquier momento. Manden pensamientos bonitos. Volveré a escribir y publicar episodios en unas semanas.
Mientras tanto, tres invitaciones:
Escuchen Crecer en el agua, el nuevo EP de Felisa: lo publicó el viernes y está bellísimo.
Si pueden, apoyen el crowdfunding de mi colega y amigo Federico Ríos. Está haciendo una Vaki para financiar Darién, su segundo fotolibro. Acá el enlace.
Estoy preparando la primera temporada oficial de afueradentro, mi podcast. Los episodios que he publicado hasta ahora son de la temporada piloto: me han servido para probar el valor del proyecto, aprender del proceso, empezar a cultivar una comunidad de oyentes. ¿Me ayudan recomendándome invitados para la próxima temporada? ¿A quién creen que debería entrevistar? El foco son personas creativas en Latinoamérica, personas que estén moviendo las fronteras de su oficio. ¡Gracias!
Me conmueve mucho este escrito. Atestiguar tu camino ha sido ante todo bello y transformador también para mi. Te amo ❤
Hola Jorge! Wow, me toca mucho esto que cuentas, también es mi herida. Gracias por compartirte, amé leerte.
Te recomiendo a Andres Sierra el fotografo para tu pod cast- si quieres los datos me cuentas